08 de agosto de 2017
Da igual que seamos personas racionales, tranquilas y reflexivas. En cuanto nos enfrentamos a un examen, cita o entrevista, no podemos evitar sentir un hormigueo en las piernas u observar un cambio en nuestro comportamiento que nos hace sentirnos estúpidos. Visto desde fuera, todo el mundo nos da consejos que entendemos, pero nos cuesta asimilar. La pregunta es: ¿por qué? La respuesta tiene muchos, muchos años… tantos como la humanidad.
El cerebro no siempre estuvo bien considerado en la historia. De hecho, no fue hasta el siglo XIX cuando se le empezó a prestar una atención especial a su función sobre el cuerpo humano. Sobre todo cuando Darwin se percató de su implicación en las emociones humanas. A partir de ese momento, científicos como William James y Carl Lange, Walter Cannon y Philip Bard o James Papez fueron elaborando sus teorías a base de estudios en los que demostraban una conexión interna que genera un impulso a un estímulo. Sería el último de los citados quien crearía el concepto de sistema límbico, piedra angular del estudio emocional humano. Gracias a ello, el médico americano Paul MacLean logró localizar las partes del cerebro afectadas por las emociones y dividiría al importante órgano en tres partes: cerebro reptil, cerebro paleomamífero y cerebro neomamífero. O, si lo preferís, cerebro primitivo, avanzado y desarrollado para entendernos mejor.
Dentro del primero, el reptil, reside el tálamo, que alberga una pequeña glándula llamada amígdala que no tiene nada que ver con las de la garganta. Esa pequeña nuez se encarga de emitir un mensaje a los órganos para que segreguen las hormonas correspondientes ante un estímulo externo experimentado y la culpable de que hagamos un molino con brazos y manos al ver una avispa, mosca o pelotilla de polvo flotando delante de la cara. También de cargarnos de fuerzas o velocidad en situaciones de peligro. O que nos dé un vuelco el corazón al enamorarnos. O que Bruce Banner se transforme en Hulk.
El problema es que el cerebro no ha evolucionado con la misma velocidad que los tiempos, por lo que tenemos una base de datos en nuestro interior de la edad de las cavernas. Literalmente. Muy útil cuando vives rodeado de animales gigantescos que se alimentan de ti, pero exageradamente protector de cara a realizar una entrevista de trabajo. Y, si es en inglés, peor, pues no es nuestro idioma materno, apenas lo utilizamos y sentimos que entramos en una gruta oscura portando débil llama sobre una endeble tea. Nuestro cerebro primitivo reacciona con nerviosismo, pues de esta manera estamos más receptivos a cualquier sonido o movimiento que suceda y podamos defendernos a tiempo del peligro. Para ello, el cerebro concentra sus recursos en una serie de sentidos específicos –oído y vista, por ese orden- y mantiene al cuerpo en tensión –es decir, activado- para tener toda la fuerza presta a ser empleada sin control. Obviamente, el silencio es fundamental en estas situaciones, de ahí que el cerebro parezca bloquearse ante una pregunta sencilla. No estamos para razonar; estamos para actuar.
Por fortuna, además de conservar esa parte primitiva y paleomamífera con nosotros, el cerebro también ha desarrollado una tercera corteza más acorde con los tiempos que corren. O, si lo preferís, más analítica. Lo cual nos permite entender por qué nos ponemos nerviosos en una entrevista de trabajo –o hablar con una gramática, pintar un cuadro y sumar, pero de eso no va el artículo- y cómo salir de esa gruta en la que el cerebro nos ha metido sin previo aviso.
Si sois de los que os ponéis muy nerviosos en las entrevistas de trabajo, ¡enhorabuena! Presentáis un cuadro de ansiedad. No, no me estoy riendo. Significa que necesitáis reducir la cantidad de adrenalina, noradrenalina y corticotropina que vuestra amígdala ha ordenado activar. Existen medicamentos en la farmacia llamados ansiolíticos que permiten combatir el desajuste químico interior con seguridad. Pero ojo con la dosis, que en exceso produce el efecto contrario y os dormís. Otros recurren al alcohol o las drogas blandas, pero no las recomiendo porque:
Dejan olor residual en ropa, cabello y boca
Provocan otro tipo de estímulos al cuerpo
Otra manera de afrontar el pánico escénico de la entrevista es la de practicar unos días antes con familiares o amigos. Suele iluminar la gruta y señalar el camino, además de prefabricar una serie de respuestas con las que reaccionar en caso de sentirse atenazado durante la prueba. Si el cerebro sabe a lo que se enfrenta, anticipa los movimientos del rival. Y, como no se trata de una pelea sino de una conversación con una persona tranquila y pacífica, reducimos el nivel de riesgo a cero en este supuesto enfrentamiento. Si no disponemos de tiempo, basta con mentalizarnos que vamos a conversar con una persona sobre un tema ya estipulado de antemano, lo que nos da la ventaja de dominar la situación. Al fin y al cabo, es el entrevistador quien no nos conoce y simplemente quiere saber quiénes somos.
Por último, contamos con elemento de control en nuestro interior que empleamos a todas horas del día, incluso dormidos: la respiración. En situaciones de peligro aumenta su ritmo para bombear energía a los músculos. Si aprendemos a regularla a través de la nariz con inspiraciones largas y mantenidas, relajaremos a todo el organismo hasta devolverlo a un estado normal. No crucéis las piernas o brazos; dejad que éstas tengan una posición de calma, abrid el pecho y meted el ombligo para dentro al soltar el aire. Podéis practicar en casa el día antes si tenéis problemas para conciliar el sueño. Os sorprenderá su resultado.
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